
La composición del cuadro responde a todos los elementos plásticos que Quinquela aplica sistemáticamente a su obra: fuertes empastes de gruesa carga pictórica, colores aplicados en contraste con un fondo de bruma y reflejos en el agua y grupos humanos en laboriosa actividad.
Los trabajadores se marchan a sus hogares extenuados por una larga jornada laboral, el color crepuscular ilumina el fin de su jornada, pero no toda la actividad del puerto ha finalizado, otros estibadores continúan su trabajo con pesadas cargas. Hombres anónimos ofrecen a través de este extraordinario artista del pueblo el sacrificio cotidiano, constante de quienes día a día honran la vida con el trabajo.
Colores tan expresivos iluminan su paleta, trazos firmes estructuran las formas que construyen barcos en diversos fondos y conforman atmósferas plenas de luz. El hombre siempre aparece en figuras esbozadas, casi siluetas, la escenografía se completa en los destellos del agua que encienden fuertes empastes matéricos y saturado cromatismo.
La originalidad de la técnica de Quinquela sobresale sobre el resto de los pintores de su época, con una pintura rápida que exigía agilidad, fuerza y virilidad en cada trazo. A golpe de espátula demoraba poco en crear un cuadro pero muchas horas en idearlo. Partía de un sólido conocimiento de su medio, de su atmósfera y de la dinámica del paisaje que iba a ilustrar. Con carbonilla hacía un bosquejo que después rellenaba con la espátula. Esta herramienta fue la exclusiva a partir de 1918, antes utilizaba también el pincel. Quinquela empastó su obra aún en los casos que usó pincel, como si lo persiguiera la necesidad de terminar cada una de sus piezas en el menor tiempo posible
De todos los motivos que se podía elegir en el barrio para representar en su trabajo eligió el trabajo. Quizá por sus comienzos como carbonero, sabía de las dificultades que tenía y quería reflejarla con el arte. Todas las escenas portuarias pintadas por Quinquela son homenajes al trabajo, protagonizadas por figuras humanas, dinámicas y en constante movimiento cargando bolsas de carbón.
La vida de Benito Quinquela Martín es una leyenda. Abandonado a poco de nacer, permaneció en un orfanato hasta que, a los seis años, el matrimonio formado por Manuel Chinchella y Justina Molina decidió adoptarlo. Empezó su formación en una escuela de enseñanza en la que únicamente permaneció dos cursos, ya que, con tan sólo nueve años, tuvo que empezar a trabajar en la carbonería paterna.
Posteriormente, y hasta que cumplió los quince, fue obrero portuario de La Boca. Su trabajo consistía en trepar a los barcos para llenar las bolsas vacías de carbón y cargarlas en los carros. Al mismo tiempo se implicó activamente en la política del barrio; pegaba carteles y repartía pasquines a favor del socialista Alfredo Palacios.
En 1907 ingresó en una modesta academia de dibujo de la vecindad para estudiar pintura con Alfredo Lazzari. Desde entonces se dedicó a la pintura. Conoció a Juan de Dios Filiberto, un estudiante de música con quien mantuvo una estrecha amistad. También conoció al por entonces director de la Academia de Bellas Artes, Pío Collivadino, que le ayudó a iniciarse en el dibujo de retratos y a incorporar el color a sus obras.
En 1918 decidió cambiar su nombre (Benito Juan Martín) por el de Benito Quinquela Martín, eliminando el nombre de Juan y adaptando el apellido de su padre adoptivo a la pronunciación italiana. Con su nuevo nombre, el 4 de noviembre de ese mismo año exhibió por primera vez sus pinturas en una exposición individual organizada por la Galería Witcomb. La muestra fue un éxito y los críticos hablaron de la aparición de un original pintor, con técnica, estilo y mensaje propios.
A partir de este momento empezaron sus recorridos por el mundo. En 1921 presentó en Río de Janeiro su primera exposición fuera de Argentina. En 1923 efectuó su primer viaje a Europa, concretamente a Madrid. En 1925 llegó a París, dos años más tarde a Nueva York y en 1929 a Italia, donde Mussolini lo nombró su pintor predilecto «porque sabe retratar el trabajo». Todos estos viajes lo separaban de sus padres; de ahí que rechazara una invitación a Japón para volver a su añorado barrio natal y quedarse junto a ellos.
No tuvo una educación formal en artes sino que fue autodidacta, lo que en varias ocasiones lo llevó a sufrir menosprecios de la élite artística y la crítica, hacia su trabajo y sus obras. Usó como principal instrumento de trabajo la espátula en lugar del tradicional pincel. El hecho de no pertenecer a ninguna escuela o corriente pictórica determinada lo mantuvo al margen del centro de atención de críticos y galeristas y provocó que su pintura no fuera del todo impresionista ni del todo expresionista; no es del todo fovista ni del todo realista. No es fácil de incluirlo en alguna las corrientes pictóricas de la época. Para Quinquela era más importante La Boca que el sistema que estuviese de moda.
Junto con figuras de la talla de Xul Solar, Emilio Pettoruti, Lino Eneas Spilimbergo o Antonio Berni, Benito Quinquela Martín fue uno de los protagonistas de la renovación que vivieron las artes plásticas del país a partir de la década de 1920 y que fructificó en una edad de oro de la pintura argentina.
Los restos de Benito Quinquela Martín fueron enterrados en un ataúd fabricado por él, años antes, porque decía «que quien vivió rodeado de color no puede ser enterrado en una caja lisa». Sobre la madera que conformaba el ataúd estaba pintado una escena del puerto de La Boca. Benito Quinquela Martín tuvo una vida muy dura de esfuerzo, de trabajo. Aun cuando se dedicó al arte, nunca dejó de sentirse un trabajador más y nunca le quitó el cuerpo al esfuerzo que demandó, durante toda su vida, el arte. Falleció el 28 de enero de 1977.
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