¿Sabías que 11 de los 29 firmantes del Acta de Independencia eran sacerdotes? Descubre su influencia en la Argentina fundacional.
Jorge Brizuela Cáceres
El Federal Noticias

En el Congreso de Tucumán de 1816, la historia argentina selló uno de sus actos fundacionales más significativos: la declaración de la independencia del dominio español. Pero más allá de la retórica patriótica, un análisis más fino permite advertir un hecho revelador y poco debatido: casi un tercio de los diputados firmantes del acta eran sacerdotes católicos. Su participación no fue una anomalía, sino el reflejo de una estructura de poder donde el clero ilustrado ocupaba un lugar central en la vida política, educativa y moral de las provincias.
Lejos de representar una teocracia, esta configuración obedeció a condiciones concretas: la debilidad de las élites civiles, el prestigio social de los curas y su formación académica superior. En un territorio fragmentado, sin partidos organizados ni sistemas electorales uniformes, los sacerdotes ofrecían una combinación singular de autoridad, instrucción y prudencia.



El Congreso de los curas
De los 29 firmantes del Acta de la Independencia, once eran clérigos con funciones eclesiásticas activas o recientes. Manuel Antonio de Acevedo y José Eusebio Colombres (Catamarca); Pedro Ignacio de Castro Barros (La Rioja); Antonio Sáenz y Fray Cayetano Rodríguez (Buenos Aires); Pedro Miguel Aráoz y José Ignacio Thames (Tucumán), Pedro León Gallo y Pedro Francisco Uriarte (Santiago del Estero) Fray Justo Santa María de Oro (San Juan) y Mariano Sánchez de Loria (Charcas, actualmente en Bolivia), conformaron una representación clerical determinante.
No eran improvisados: muchos habían estudiado en la Universidad de Córdoba, Chuquisaca o Lima; dominaban el latín, el derecho canónico, la teología y la filosofía escolástica. Su presencia obedeció a mecanismos de selección también informales: cabildos abiertos, juntas de notables o designaciones directas. La provincia de La Rioja, por ejemplo, eligió a Castro Barros mediante acuerdo del cabildo; Catamarca designó a Colombres y Acevedo en función de su influencia local y formación.
En la regiones NOA y Cuyo, donde el aparato estatal era mínimo, los sacerdotes funcionaban como verdaderos mediadores entre las élites y el pueblo. Eran confesores, educadores, jueces morales y a menudo, únicos letrados en su jurisdicción. No sorprende entonces que fueran los elegidos para dar voz a sus provincias en la empresa más ambiciosa del momento: romper con el orden colonial y fundar un nuevo Estado.



Corrientes e ideas en disputa
Aunque unidos por la fe y la formación religiosa, estos diputados no constituyeron un bloque homogéneo. Sus posiciones oscilaron entre el tradicionalismo, el republicanismo cristiano y hasta el indigenismo político.
Castro Barros y Acevedo, por ejemplo, fueron partidarios de una monarquía constitucional incaica, una solución exótica que pretendía conjugar legitimidad histórica, autonomía regional y respeto por las estructuras ancestrales. Santa María de Oro, en cambio, se inclinó por una república laica con garantía de libertad religiosa, anticipando debates que cobrarían fuerza recién medio siglo después.
Colombres, práctico y emprendedor, fue pionero de la industria azucarera en Tucumán, impulsando un modelo económico localista. Pedro León Gallo y Thames representaron al clero tradicional de provincias como Santiago y Tucumán, con un fuerte anclaje popular y una visión más confesional del orden.
Pacheco de Melo, misionero en Chichas, fue elegido por comunidades originarias y expresó una perspectiva rara vez tenida en cuenta en los debates oficiales: la integración de pueblos andinos al proyecto nacional. Su designación fue cuestionada en Buenos Aires pero finalmente admitida por el Congreso.



Consecuencias de una decisión pragmática
El protagonismo del clero ilustrado tuvo efectos múltiples. En primer lugar, garantizó una transición institucional ordenada: su figura legitimó ante el pueblo un proceso revolucionario que, de otro modo, habría parecido sacrílego o ilegítimo. En segundo término, aportó una base de consenso moral en un país fracturado y sin partidos, donde la autoridad venía más del prestigio que del voto.
También condicionó la matriz ideológica del nuevo Estado. Aunque no se fundó una teocracia, el peso simbólico y real de la religión católica marcó profundamente las primeras constituciones provinciales, las leyes de enseñanza y la organización de la justicia. Hasta bien entrado el siglo XX, la Iglesia mantuvo un rol preponderante en la vida pública, anclado en este origen fundacional.
Sin embargo, la participación de los sacerdotes también tuvo costos: retrasó la incorporación de ideas liberales en el sentido moderno, como la separación Iglesia-Estado, la laicidad educativa o la igualdad civil plena. La tensión entre clericalismo y liberalismo marcaría gran parte de la historia argentina posterior, desde las guerras civiles hasta la reforma constitucional de 1853 y las leyes laicas del roquismo.



Una elección adaptativa
Los curas fueron elegidos porque eran los mejor preparados, pero también porque eran los únicos disponibles en muchas provincias. Donde faltaban abogados laicos, comerciantes con instrucción o militares aptos para el debate institucional, el sacerdote reunía todas las condiciones: sabía leer, conocía el derecho, tenía autoridad moral y hablaba en nombre del pueblo. Su presencia no fue un proyecto clerical sino una respuesta adaptativa a un contexto sin Estado.
La historia posterior se encargó de relegar su protagonismo. Muchos fueron exiliados o silenciados por el centralismo porteño y las reformas liberales. Castro Barros murió en Chile, lejos de su La Rioja natal. Pacheco de Melo quedó en el olvido de las provincias altas. Otros, como Santa María de Oro, siguieron aportando al debate público desde espacios religiosos y educativos.

Vigencia del debate
A más de dos siglos, el rol del clero en la independencia argentina sigue siendo materia de controversia. Para algunos, su participación fue una anacronía confesional. Para otros, una muestra de pragmatismo y compromiso con la libertad de los pueblos. Lo cierto es que sin esos hombres de sotana, el Congreso de Tucumán difícilmente habría logrado redactar un acta, organizar un debate o emitir un mensaje a las naciones del mundo.
El Estado nacional nació de un gesto radical: proclamar la independencia. Pero también de una decisión práctica: poner en manos del clero ilustrado la palabra del pueblo.
A 208 años de la Independencia, el legado de estos sacerdotes sigue vivo: fueron puentes entre el orden colonial y la Argentina naciente. ¿Son héroes olvidados o fueron figuras de su tiempo? La historia, como siempre, invita al debate.-
