Por Gisela Colombo*
PARA EL FEDERAL NOTICIAS
Leopoldo Marechal nació con el siglo el 11 de junio de 1900 en Buenos Aires, y murió el 26 de junio de 1970. Fue docente primario y secundario, bibliotecario y formó parte de la generación de la Revista Martín Fierro. Sus primeros libros fueron poéticos. Vivió en París en dos ocasiones, donde se aplicó a releer clásicos, y estudiar en profundidad las líneas filosóficas de Platón-San Agustín y de Aristóteles-Santo Tomás. También aprovechó para ir tras los pasos de Dante Alighieri.
Sufrió lo que juzgó como varias invitaciones a la conversión. En ese marco y ya de vuelta en Buenos Aires, descubrió los Cursos de Cultura Católica, que dictaba el grupo «Convivio». Varios artistas de su amistad se sumaron también, y experimentaron, como él, una profunda conversión. Dos de ellos se entregaron a la vida monástica.
La necesidad de plasmar su mirada existencial después de la conversión llevó al autor a abandonar la escritura de su novela Adán Buenosayres y abocarse a la confección de «Descenso y ascenso del alma por la belleza», un texto filosófico que expone toda su estética.
Se desempeñó como funcionario de Cultura y Educación y desde entonces se lo relacionó con el peronismo.
En 1947 perdió a su esposa y se aplicó a su novela Adán Buenosayres, postergada desde los tiempos de Paris. El texto, publicado por Sudamericana al año siguiente, no tuvo la acogida que se esperaba, y si no fuera por Julio Cortázar, que lo defendió a pesar de las presiones ejercidas por los editores de la revista en que trabajaba, se habría olvidado definitivamente.
En 1950 rehizo su vida amorosa con Elbia Rosbaco, que será Elbiamor y Elbiamante, dos personajes a quienes dedica diversos escritos. En esos años se estrenaron con éxito Antígona Vélez y Cantata Sanmartiniana cuya letra es el poema Canto de San Martín. Las Tres caras de Venus también vio la luz en este periodo.
En el ’55, con el golpe al gobierno peronista, Marechal fue condenado a un ostracismo social y también al silenciamiento de su obra. Durante esos años permaneció en un estado de retiro obligado, como un exilio interior.
En 1963 volvió a escribir narrativa con su segunda novela «El banquete de Severo Arcángelo», texto que lo regresa a la vida pública. En el 65 lanzó la versión definitiva de Descenso y ascenso del Alma por la Belleza.
Desde entonces y hasta el momento de su muerte, gozó de cierta popularidad. Después, trabajó en Megafón o la guerra, su novela póstuma.
El texto quizá más iluminador que escribió fue «Descenso y Ascenso…», su breve tratado mítico/filosófico. Aunque supo desperdigar su idea de la dinámica del amor en todos sus trabajos. Y la figura femenina actuó en todos ellos como núcleo de la experiencia.
¿En qué creía exactamente? Detrás de una estética siempre existe una filosofía. Una cosmovisión desde la cual se comprende la vida. Marechal la explica por medio de la mujer.
La figura de la Mujer es el centro metafórico de toda su obra. Él mismo menciona en Megafón o la guerra la «Ginesofía» en torno de la cual gira su última novela. Pero lo mismo cabe considerar respecto al «Cuaderno de Tapas Azules», mediante Solveig Amundsen, en El Banquete de Severo Arcángelo, su segunda novela, en parte de su dramática, como es el caso de La Batalla de José Luna, que introduce al personaje de Lucía Febrero, entre otros tantos ejemplos.
No se trata de un motivo poético, simplemente. Sino que representa el más alto símbolo con el que se topa el lector frente a la cosmovisión marechaliana. La naturaleza abierta de este centro significativo es un emblema que la tradición ha usado como el mayor punto de perfección humana. Dante lo relaciona con la Virgen María. En el mismísimo Paraíso ubica el florentino a María, en su rosa mística, acompañada por los santos y los ángeles.
En efecto, la mujer no es meramente un elemento dentro de una obra, sino un símbolo fuera de ella, que compromete al ser completo del artista, a su misión existencial.
En Descenso y ascenso del alma por la Belleza, vemos la explicación filosófica de una dinámica que ocurre en torno de la Belleza. Esa Belleza aparece en la obra ficcional representada por una dama, que sin dejar de ser la cifra, conserva su condición de mujer encarnada. Así desfilan muchos de los personajes femeninos que crea el autor, presentándose inicialmente como únicos, pero esencialmente idénticos entre sí hacia el final de la experiencia.
Según la larga tradición a la cual adhiere Marechal, la belleza no es un atributo de los cuerpos sino una cualidad de esplendor que brilla en las criaturas por participar de un brillo mayor y trascendente que le da origen. La dignidad que esta participación le otorga convierte la belleza perceptible en el mundo, en una escala. Por la belleza sensible será posible remontar hacia la belleza primera o invisible. O, por la misma escala, descender, perdiéndose en el laberinto de la materia.
Detrás de Solveig Amundsen, de Lucía Febrero y de otros tantos nombres, se revela la belleza tal cual se ofrece al hombre. Encarnada en una criatura. Pero ese esplendor de forma no convida solamente a la posesión material, sino que abre la posibilidad contemplativa de ascender, descubriendo un atributo que remite a su fuente infinita. La contemplación de la belleza como flecha que se lanza desde lo encarnado hacia otra belleza mayor, trascendente y eterna.
Más allá del motivo literario, el desafío suscitado por una mujer encarnada hiere al autor en su condición de hombre. Y en este sentido, no extraña que el mismo Marechal reconozca haber hallado respuestas en los poetas del Dolce Stil Nuovo, y de Dante Alighieri, en particular. Él mismo reconoce que más que La Divina Comedia, influyó sobre él la filosofía del Amor de Dante. Se ha visto el vínculo ideológico y hasta estético entre la Vita Nova y «El Cuaderno de Tapas Azules», uno de los libros (capítulos para los contemporáneos) en que se divide Adán Buenosayres. En ambos, la mujer es el centro misterioso e inatrapable que inspira y provoca un movimiento interior del poeta desde la miseria y la pérdida hasta la conversión y la ascensión espiritual.
Para Marechal la dinámica del amor romántico, que es el amor al que concedemos mayor ansiedad, comienza con la atracción por la Belleza que despliega la mujer-rosa. Dirá que el ceder a los deseos instintivos es definitivamente un perderse en las criaturas, un descenso al laberinto de la materia. Pero en la medida en que crezca la admiración, el poeta se dejará obnubilar por ese brillo que no se agota en ella sino que esplende como una chispa desprendida del sol, de la fuente de la belleza inmarcesible y total, manifestada aquí en la gracia de esta mínima criatura. Y pronto el deseo crece hasta tornarse una obsesión. El enamorado sale de sí, se «enajena» y comienza a vivir en otra. Su aspiración es experimentar la unión con esa criatura-rosa. No un momento, sino plenamente y para siempre. Perderse en ella, fundirse con ella y hacer que la rosa también viva en él. De tal modo, con sólo conocer su propio anhelo frente a esa mujer conoce su vocación existencial que no se conforma con lo efímero sino aspira a lo eterno.
Desproporción
Es cuando se hace visible la incongruencia entre lo que puede ofrecer la musa –que es sólo una mujer, limitada, mortal, como cualquier otro ser– y el deseo vocacional del hombre que aspira a un objeto infinito y perfecto. La vocación de eternidad es una huella de infinitud que posee el alma humana, por encima de toda concepción de tiempo y espacio a la que nos somete el cuerpo.
Doloroso despertar
El poeta notará la diferencia aquella como una daga clavada en el pecho. En ocasiones una actitud decepcionante, frívola, impiadosa de la rosa será el desencadenante. Tal sucede con Solveig Amundsen en «El cuaderno de tapas azules» de Adán Buenosayres. Solveig participa de una burla que se le hace al poeta por dos versos: «El amor más alegre/que un entierro de niños».
La risa de Solveig es el primer punto de anagnórisis, en que Adán comienza a descubrir la desproporción entre el sentimiento propio y la naturaleza del objeto amado.
«Estando solos él y ella en el vivero de las flores, aquel recinto los aproximaba como nunca; y ésa fue su gran oportunidad y su riesgo inevitable, porque Adán, junto a ella sintió de pronto el nacimiento de una congoja que ya no lo abandonaría, como si en aquel instante de su mayor acercamiento se abriese ya entre ambos una distancia irremediable, a la manera de dos astros que al tocar el grado último de su cercanía tocan ya el primero de su separación. En aquella luz de gruta que, lejos de roerlas, conseguía exaltar las formas hasta el prodigio, la de Solveig Amundsen había cobrado para él un relieve doloroso y una plenitud cuya visión lo hacía temblar de angustia, como si tanta gracia sostenida por tan débil soporte le revelase de pronto el riesgo de su fragilidad. Y otra vez habían empezado a redoblar en su alma los admonitorios tambores de la noche, y ante sus ojos alucinados vio cómo Solveig se marchitaba y caía, entre las rosas blancas mortales como ella».
Una segunda anagnórisis (despertar) lo llevará a ver la incongruencia entre su vocación de amor ilimitado, eterno e incorruptible, y el objeto de su amor, destinado irremediablemente a morir.
Es en este episodio en el que el protagonista adivina el destino finito de su amada, la muerte avanzando hacia ella. Y el alma desea detener esa caducidad, pero acaba enredada en un amor excesivo a un objeto desproporcionadamente menor que la naturaleza de ese amor. Angustiado por la fragilidad del soporte de belleza que es Solveig, Adán ensayará esfuerzos poéticos por atraparla en su mente y en sus poemas y llevarla a su alma inmortal, quien le concederá su misma condición de rosa eternizada.
Para Dante y para el grupo secreto al que se supone perteneció (los Fedeli d’amore), la mujer real es a quien se dedica la poesía, pero aquella rosa evadida de la muerte será, nada menos, que «Madonna Inteligenza», una inteligencia intuitiva que se recibe por gracia una vez que se abandona la vía laberíntica de los deseos físicos. La llegada de esa «gracia» es en sí misma un movimiento de ascenso. Y el modo ideal de utilizarla será, para ellos, la creación artística.
Estos artistas parten de la poesía amorosa tradicional, pero re-significan a los amores con la mujer como lo ha hecho la tradición más antigua del Cantar de los Cantares. La unión entre mujer y amante se torna, entonces, un símbolo también de otras dimensiones del Amor que superan el encuentro entre hombre y mujer. El amor entre el creador y su criatura podría ser una, tal como sucede en aquel texto bíblico.
Por ello, en este despertar, Marechal plantea la supervivencia del alma.
Negación de la muerte, supervivencia del alma
Las jóvenes no comprenden por qué un entierro de niños ha de ser alegre. Y entonces irrumpe un segundo relato, enmarcado en el primero. Adán viaja a su primera infancia, en San Martín, y recuerda el velatorio de un bebé. Con él vendrá la explicación:
«Por eso debía ser alegre el entierro de un niño: era irse a vivir en otro eternamente, por la virtud eterna del Otro».
Esta explicación lo lleva a enlazar directamente la negación de la muerte, la supervivencia del alma por virtud del Creador, con el amor humano y la creación poética. Es la redención mediante el acto creativo.
«Y Solveig Amundsen lo ignoraba, sin duda; pero aquella tarde no debió reírse de Adán, porque también ella, sin saberlo, vivía en él una existencia emancipada de las cuatro estaciones».
No en vano, continuará hablándose del humo, identificado con el acto de creación, porque Solveig podrá ser inmortalizada, si Adán la convierte en rosa evadida de la muerte, en poema.
Adán, como su alterego Marechal, descubre el terror espacio y el terror tiempo de muy pequeño. Eso es lo que lo convierte en poeta. Sus terrores anuncian al niño una vocación intemporal y sin espacio, que no puede ser saciada sino por el conocimiento de aquello que trasciende la vida. De lo uno. La mirada inquisidora, que interroga al mundo visible caracteriza al poeta, y es responsable de su deseo de crear.
«¿Cómo había conseguido salvarse de ambos terrores? Los había superado en su alma que no era espacial ni temporal; por la virtud de su alma, que sabía librar a la rosa del dolor del tiempo y el dolor espacio sustrayendo su forma inteligible de su carne sensible y regalándole la vida sin azar de los números abstractos».
El crear, el fijar la belleza en la conciencia, confiriéndole la condición de «rosa evadida de la muerte», es lo que combate el terror existencial y determina el ascenso por la vía de la creación al que aspira Marechal, entre otros tantos autores que sostienen esta estética.
*Gisela Colombo es Licenciada en Letras. Ha escrito novelas, poemas y adaptaciones de obras de teatro. Ha colaborado en suplementos literarios y culturales. Es columnista en diferentes publicaciones mientras continúa con su labor docente.
Instagram: @gisela.colombo
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